domingo, 30 de marzo de 2008

Less is more


Crédito de imagen: Fuente Externa.

Soy un fanático de los hot dogs. Yo sí. Y por eso, de cuando en cuando y siempre que me permita el remordimiento gastronómico, me doy mi vuelta por los puestos ambulantes donde sé que hacen los mejores de este gran invento de la comida rápida.

Con el tiempo, estos puestos proliferaron por todos lados, y la competencia entre ellos se hizo atroz. Todos querían ver cuál hacía el hot dog más grande, mas monstruoso, con todos los ingredientes que nadie se podía imaginar, y aunque era hasta asombroso ver un perro caliente que se necesitara de un par de manos extra para entrarle, realmente en mi opinión no le aportaban nada a lo que debe ser la esencia de este (digamos) alimento: su simplicidad y su capacidad de quitarte el hambre con relativamente pocas cosas.

Por eso, anoche, con ganas de uno de estos productos del imperialismo gringo, crucé al otro lado de la calle hacia el carrito de Héctor, gran chef del exclusivo mundo de las chucherías callejeras, asiduo conversador de política neutral y de sintonizar emisoras cristianas en una frecuencia de preferencia con interferencias. En los días que quiero degustar estas joyas gastronómicas, su puesto es siempre mi primera opción (fuera del hecho de que es el que me queda más cerca). Y le pedí un hot dog. Sólo que en el momento que lo ordené, recordé la última vez que me sirvió uno: con una montaña de repollo, cebollas, ajos...la salchicha debajo ni se veía ya. Así que antes que procediera con el mismo ritual, me le adelanté: "Hey, hazlo suave esta vez. Sólo un poco de repollo, y nada de las otras cosas. Mucha mostaza y del queso líquido ese. Nada más".

¿Y saben qué? A veces menos es más. Con mi cena a medio terminar caminando de regreso a mi casa, pensé en lo que se estaban perdiendo todos esos usuarios de este tipo de comidas al preferir cosas como ésta como regularmente las hacen: exageradas. Tal vez a todos ellos les gusta así, y por eso mismo se las comen, pero no dejo de pensarlo: se lo pierden. Sacrificando lo ascético de una simple y hermosa salchicha salpicada en condimentos y envuelta en un pan caliente, por Dios sabe qué mezcla extraterrestre rompe intestinos. Amén por ellos, y buen provecho también.

viernes, 28 de marzo de 2008

Reloaded

Iba volando a baja altura, casi a punto de estrellarme. Le pasé tan a ras al pico de una montaña, que si no subo la cabeza, el mismo pico me lleva la nariz. Sentía los agujeros en mis alas y el inmenso peso de todas las pendejadas que llevaba atadas a la espalda. Iba a caer. Si no soltaba algo, pronto estaría mejilla con mejilla con el suelo.

En un momento casi sin pensarlo, aterricé sobre las rodillas en una planicie. Me saqué de encima todo el peso que me hacía volar bajo y le di una patada que rodó hasta chocar con un desnivel del terreno.

Después de hacer eso, salí corriendo y salté para ganar altura. Los pesos que me jorobaban la espalda ya no están. Eran los mismos que pinchaban mis alas y les hacían hoyos. Sin ellos, el aire fluye por los agujeros y me hace ganar más altura. Le paso por al lado a las nubes, hasta sentir que vuelo sobre una. De aquí todo se ve mejor.

Sé dónde voy, y tengo menos porquerías encima que las que traía antes. Que me esperen o no, me importa tres pitos. Lo que sí es que llegaré volando mucho más rápido de lo que imaginan. Reloaded.

miércoles, 26 de marzo de 2008

Patrimonio Cultural (ja!)


Aunque la respuesta es evidente, considerando la sociedad en la que vivimos, ¿qué vale más en este país: la conservación de nuestro patrimonio como ciudad, lo que nos identifica que tenemos una historia a través del tiempo que vale la pena conservar, o acabar con todo para conseguir así unos pesos extra?

Cuántas veces tengo que ver casas a las que les caminaba por el frente cuando era yo apenas un niño, y les echaba un ojo a ver si podía mirar por entre sus ventanas entreabiertas, pseudoprotectoras de la oscuridad dentro. Mismas casas a las que vi cuando sacaban a sus dueños tras haber ellos exhalado su último aliento y sus hijos desentenderse de ellas solamente para el momento en que les repartieran "lo suyo". Aquellas casas que parecían sacadas de un cuento de caballeros criollos, tal vez ellas mismas con más historias que contar que las que se podían inventar los autores de dicho cuento. Viviendas que al poco tiempo a nadie le interesaron, y fueron demolidas para el urbanísticamente correcto proyecto de convertirlo en espacios de estacionamiento.

¿A nadie le duele? ¿Es solamente a mí? Y pensar que es curioso ver cómo nuestro gobierno municipal gasta millones de unos faros de luz súper maricones para "realzar el Centro Histórico", cuando lo que hace a ese centro histórico de por sí es echado al suelo. Y no para poner en su lugar un edificio mejor o más moderno, o más bonito, ni siquiera. Echados al suelo para poner en su lugar una caseta con afiches de bachateros, y el mar de carros para que engañen el espacio haciéndole creer que está lleno. Lo irónico del caso es que al anochecer, cuando se encienden los cundangos faroles que tanto dinero costaron para iluminar nuestro "patrimonio", lo único que consiguen es hacer ver más grandes los espacios vacíos que no contienen los mismos carros durante la inactividad de las noches.

Sin embargo, eso es como queriendo gritar en el fondo de un precipio. Para decirlo crudamente, a nadie le importa esa vaina. Menos a los herederos de las casas, que lo único que esperan es que los verdaderos dueños se quiten del medio para ellos poder vender, repartirse su dinero y mudarse a sus apartamentos de Villa Olga y demás zonas, mientras que las casas en las que crecieron (y crecíamos los demás mientras les caminábamos por enfrente) las echan al polvo o en el mejor de los casos, les dejan sólo la fachada, para ir con la ley de "modificar el resto y dejar el frente". Debería de darnos verguenza.


sábado, 22 de marzo de 2008

El trasnochado por necesidad


Crédito de imagen: Fuente Externa.

Las otras noches, con un antojo momentáneo de cenar con pizzas y tras decidir como por hora y media quién iba a ser el que haría el encargo (pues mi mamá, acostada como estaba, no se sabía el número de teléfono de la pizzería, y no quería levantarse a buscar la guía; y yo en un arranque de aburrimiento había salido a caminar tiempo antes y me encontraba bastante lejos), regresé sobre mis pasos hasta llegar a la pizzería, pasadas las once y media de la noche. Para mi buena suerte, me encontré no sólo que estaban abiertos aún (cosa increíble tomando en cuenta el día festivo que era), sino que hasta estaban dispuestos a tomar mi orden. Total, el delivery hasta mi casa era sólo cruzar la calle para ellos.

"Gracias mil" les dije, recordando cuántas veces en otros sitios me habían cerrado el teléfono o dicho que no por motivos de hora. Regresé a mi casa entusiasmado, para tomar el dinero y esperar los veinte minutos que se suponía la pizza estuviera en nuestra puerta lista para saciar nuestro antojo festivo.

Pocos minutos antes de la medianoche, sonó el timbre. Tomé la papeleta que descansaba junto al teléfono y procedí a abrir la puerta, para encontrarme con el repartidor, con el casco de la motocicleta puesto aún, y las gafas empañadas del sueño o del desgano terrible que llevaba, desembolsando mi tan esperada cena lenta y mecánicamente. El rutinario procedimiento de tomar el paquete, pagar y esperar por el vuelto pareció una eternidad.

"Muchas gracias" le dije cuando terminó "disculpe por ponerlo a trabajar hasta tan tarde". El repartidor suspiró profundamente. "Tengo que hacerlo" respondió, mientras se daba la vuelta para irse "¿Cómo mantengo a mi hijo si no lo hago?"