miércoles, 27 de abril de 2011

Confusión

En una de esas en las que el trabajo se pone lento y los minutos se frizan, el largo cristal hacia la calle es un gran canalizador del aburrimiento que inevitablemente reina. El vidrio se convierte en una línea divisoria en la que parece como si ambos espacios corrieran a velocidades distintas: el interior congelado y pesado, y el exterior en un ritmo frenético, casi caricaturesco.

Es media mañana cuando me encuentro mirando hacia afuera. De este lado del vidrio la poca actividad hace que el aire acondicionado se sienta más de lo normal. Veo gente que camina y gesticula con la boca en señal de conversación, pero el ruido y el poco volumen al que hablan hacen que no pueda escuchar bien lo que dicen. En eso cruza una mujer, trigueña, de mediana estatura, seguro está en los finales de sus treinta. Atrás vas su hija, espigadita, no llega a los doce años, con dos bolsas amarillas en las manos y su largo pelo en sincronía con sus movimientos al caminar. No le presto mucha atención, pues me fijo en la madre. El hecho de que tenga una hija casi de su tamaño no le resta el más mínimo atractivo, al contrario. Su perfil es fino, su ropa ilegalmente apretada hace que su figura realce, y mi mirada obedece el ritmo que los tacones de sus pies apetezcan andar. Unos grandes lentes oscuros que le tapan los ojos la hacen parecer más distante. Pronto me da la espalda, nunca se dio cuenta que la vi, pero bien cerca detrás viene su hija, con las pupilas encendidas y una actitud coqueta, se le nota hasta en la forma diferente en que ahora se mueve, pues siete segundos atrás no iba así. Se cree que en este lapso de tiempo la he estado viendo a ella. Con una mano tira su cabello libre y sensualmente hacia atrás y sonríe mostrando los dientes, mientras también me da la espalda conforme camina, cual si la acera fuese la pasarela dorada de Miss Universo. Yo igual le sonrío, aunque no por las mismas razones que ella lo hace. Lo hago porque casi no puedo aguantarme la risa.

lunes, 25 de abril de 2011

Metáfora de la seguridad


                                                                          Crédito de imagen: Fuente Externa.

Jorge va en su vehículo. Marca y año no interesan. Anda de diligencias por una calle en un reconocido vecindario de esta ciudad. El destino al que se dirige está en la esquina derecha de la larga cuadra; él la va transitando justo a la mitad. De repente, Jorge nota un estacionamiento libre al lado izquierdo de la calle, un espacio entre dos vehículos lo suficientemente ancho para que pueda aparcar sin problemas. Justo en la acera, a tres metros para adentro, hay un árbol que proyecta su sombra sobre el espacio vacío en el asfalto. Hasta sopla la brisa un poco. Así que sin pensarlo mucho porque lo considera atractivo, Jorge va haciendo el giro con el propósito de parquearse, cuando una reflexión lo detiene. “Estoy muy lejos aquí, puedo seguir más adelante”. No es menos cierto que su vagancia para caminar también era notoria, y tuvo en ese momento una nube de duda que cruzó sobre su soleada situación. “¿Y si no hay más sitios?”, se pregunta, al querer atenerse a la seguridad que le daba el ya haber encontrado uno. Pero la voz autoritaria de su renegado sentido común se impuso. “Sigue más para alante”. Efectivamente, justo al frente del negocio al que iba, en la misma esquina, encontró otro espacio, de hecho mucho más generoso esta vez.

¿Que debió de haber hecho Jorge, si de nosotros fuese que dependiera? Ya tenía localizado un parqueo, aunque cierto que lejos. Si hubiera seguido adelante el que va detrás de Jorge se estaciona en el que él rechazó, y era también posible que el de la esquina estuviera ocupado, lo que al final, como dicen aquí, “le saliera más la sal que el chivo”. Respuesta: no sé. El clásico consejo del “aprovecha ahora” no siempre es confiable (o su primo-hermano “como están las cosas ahora…”). La búsqueda de mejores circunstancias tampoco es entendida la mayoría de veces. Así es que la verdad no sé. Seguro yo hubiera hecho lo mismo que él, aunque estuviera diciendo nuevas y feroces clases de malas palabras si la suerte no estara de mi lado ese día, al cambiar un estacionamiento seguro por buscar otro espacio que a fin de cuentas, no estaba. Pero ése soy yo. También espero desacuerdos de cuando en cuando.

jueves, 21 de abril de 2011

Aviso

Mi escrito "La muerte de Tarzán", sacado a la luz por aquí mismo el pasado día 15 de abril, fue publicado en el periódico local La Información, en la columna "Cultura Viva". Supongo que siempre es agradable ver su nombre en el diario. Les paso el link para que lo vean:
http://www.lainformacion.com.do/noticias/opinion/columnas/3034/“a-tarzan”

Por supuesto, los comentarios son agradecidos. Disfruten.

miércoles, 20 de abril de 2011

Mujeres


                                                                         Crédito de imagen: Fuente Externa.

Menciona el gran Silvio Rodríguez, en su canción “Mujeres”, toda una lista de féminas que por una razón u otra en su andar por la vida lo han estremecido. Su abuela, su hija, las compañeras de caudillos, de poetas, las anónimas y “mujeres de fuego y mujeres de nieve”. Para su hija, sin embargo, es a quien guarda la línea que a mi juicio define la canción, y toda una actitud para más adelante. De ella dice que es “quien más me ha estremecido / hasta perder casi el sentido.” Si me preguntan a mi, bellísimo. Hay mujeres de todas las formas y colores. Las hay calientes como el sol de agosto y frías como los congeladores de cervezas. También las hay locas de remate y otras a quienes un poco de locura no les vendría mal. Y en estos tiempos en los que el enamoramiento es un sentimiento pasajero y el amar una decisión, lo más poderoso (y duradero) que una mujer puede provocar en la débil alma masculina es el estremecimiento. No sé si nos amaremos la vida entera o si diera la vida por ti. Ignoro si llegará siquiera a eso. Solamente quiero que me estremezcan. No buscamos princesas de cuentos de hadas que bajen en unicornios a través de una vereda de nubes, sólo una mujer que nos hierva la sangre y “nos haga perder el sentido”. Sin el casi.

martes, 19 de abril de 2011

Mi cumpleaños


                                                                          Crédito de imagen: Fuente Externa.

Un día como hoy nací yo a las cinco de la tarde. Siempre he encontrado esa hora un poco pesada, pero total nadie elige a qué hora nacer. Si por mí hubiera sido, seguramente elegiría tarde en la noche o en la madrugada, es más chévere. No voy a decir la edad, no por cábala ni brebajes parecidos, sino porque en el marco de esto es innecesario. Se las debo. No tengo celebración planificada, y si me tienen alguna fiesta sorpresa, seguro les sale la sorpresa, lo han escondido demasiado bien. Soy sólo un explorador agradecido de estar en esta jungla un año más. Para incredulidad de los que a veces me preguntan, no pretendo vivir una larga vida, sólo quiero que lo que me toque pueda disfrutarlo consciente. Venir, hacer lo que pueda e irme sin dar muchas vueltas (1). Gracias a todos los que han expresado sus saludos via Facebook y personal. Aunque a veces no lo aparente, los quiero a todos. Espero devolverles la cortesía y estar ahí para cuando les toque. Por ahora me voy. Veré qué invento.

(1) A propósito de eso, me topé con una entrevista hecha al periodista cubano Luis Ortega antes de morir. En ella decía: "No hay nada más triste que vivir demasiado. La edad correcta para morir está entre los 65 y los 70. De ese modo, todos quedan satisfechos y uno deja una buena atmósfera". El no lo hizo, murió a los 95, pero al menos tenía el deseo.

lunes, 18 de abril de 2011

Reglas son reglas

Playa de Costambar, Puerto Plata. Diez de la mañana.

El guardia de seguridad en la entrada hizo detener el vehículo en el que íbamos. Tenía la misma carra de intimidante aburrimiento que tienen todos los guardias tras coger mucho sol, tratando de disimularla detrás de unos gigantescos pero gastados lentes de aviador. “Las reglas son éstas”, dijo, “cero música, radios, cd’s, neveritas, comida, basura, instrumentos musicales, ni vendedores ambulantes”. Todos adentro temblamos. En el baúl iba armado un contrabando clandestino de comida. “Así que ya ustedes saben”, terminó de sentenciar, y nosotros seguimos nuestro camino hacia la playa, con más miedo de vergüenza. Al llegar, nos colocamos casi en el extremo de la costa. No había gente cerca, el cielo estaba despejado, el agua clara y tranquila, y para terminar de adornar, soplaba una agradable brisa. Era perfecto.

Doce del mediodía.

El remanso de tranquilidad se convirtió en la extensión marítima del barrio más arrabalizado. Muchísima gente, carros estacionados a pocos metros de distancia, sillas plegables con sombrillas por doquier, inmensas neveras repletas de todos los comestibles imaginables, olores y desperdicios incluidos, y cada dos minutos, los vendedores con poncheras a la cabeza, por lo general haitianos, pasando a ofrecer sus productos. Algunos son más insistentes que otros. Y encima, como si el domingo que tan bien había comenzado necesitara convertirse en un día de competencia, dos familias distintas decidieron probar cuál de sus bocinas sonaba más duro que la otra. Cuando el radio de la primera familia en la arena se extendía del nivel de decibeles (y mala música) que mis oídos estaban pacientemente dispuestos a soportar, el señor del Toyota estacionado en reversa unos pasos más atrás, para él abrir la tapa del baúl y colocar afuera sus gigantescas plantas de bajo, decidía que era el momento de que las suyas conservaran la supremacía, llevando sus reguetones desafinados a niveles estratosféricos. Por momentos, el radio de la arena cedía y apagaba, humillado. En otros, claramente quería echar la batalla. En ese caso cambiaba la canción, y arremetía furiosamente con más volumen. En mi molesta resignación, me viene la mente toda la lista de reglas que el aburrido seguridad nos dijo a la entrada, con la seria solemnidad del que sabe se van a cumplir, "quieran o no". Creo que todos (o él, a lo mejor) nos confundimos de playa entonces. ¿Quién ahora podrá defendernos? ¿El 4%, el Chapulín? Perdón. Reformulo mi pregunta: ¿Quién ahora podrá defendernos de nosotros mismos?

Ventaneando



Hay todo un mundo ahí afuera.

viernes, 15 de abril de 2011

La muerte de Tarzán


Ayer supe que hace seis meses murió Tarzán. No el famoso personaje, el que vuela sobre las ramas de la selva con monos colgados al hombro (ése imagino sigue bien vivo), sino el pintoresco vendedor de libros y revistas cuya tienda del mismo nombre se ubicaba en la Calle San Luis de esta ciudad de Santiago, aunque a su manera él mismo también era un personaje. Curioseaba unos volúmenes a mediodía por la Librería Espartaco, que se encuentra casi al frente de donde estaba Tarzán, y le pregunté al dueño sobre cómo podía encontrarlo, pues tenía días con el deseo de hacerlo. “Ohh...en el cementerio”, me contestó el viejito. Pensé que era porque vivía cerca de ahí, y podían llamarlo con facilidad. “Fue que se murió…Un cáncer, creo yo”. Gracioso el viejito. Lástima que yo no le vi la gracia.

La Librería Tarzán, diminuta como una cocina y oscura cual sótano, era casi una casa para mí cuando yo era un niño. Ahí me pasaba algunas tardes luego de salir del colegio y tras hacer las tareas. En sus estantes lucían polvorientos pero orgullosos toda una serie de libros, revistas e historietas de muchos años atrás y de los más diversos temas, que ejercían un encanto indescriptible sobre mis ojos curiosos y mejor aún para mí que, entre una conversación y otra, él me dejaba ponerles la mano y hojearlas todas a libertad. A Tarzán le debo mi colección de revistas de Kalimán (geeky, yo sé, pero a mucha honra). Ese sitio, junto con la mencionada Espartaco, aunque ésta última sea un poco más grande y tenga más variedad de artículos, son de los pocos y últimos sitios en esta ciudad que conservan el viejo espíritu íntimo de la relación que hay entre los libros y sus próximos dueños, casi como el lazo que se forma entre un niño en la veterinaria con el cachorrito que están con comprarle. Con mirarse a los ojos ya saben que son el uno para el otro. El local de Raudo Tarzán, porque así de verdad era su nombre, tenía ese mismo efecto entre los clientes, aunque con el tiempo fue reduciendo progresivamente su espacio hasta ocupar un callejón de poco más de un metro de ancho, y donde muchos de los libros eran colocados en la acera. Ni aún así disminuyó una onza de su atractivo.

Una vez él me contó que imitaba a perfección el alarido de Tarzán de la Selva, y que por eso lo visitaron unos reporteros de un programa para grabarle haciéndolo, además de la consabida entrevista. Nunca vi el video, y de verdad espero dar con eso alguna vez en la vida. Pero ojalá que en algún rinconcito de donde él descanse ahora saque espacio para venderle libros viejos e historietas de Kalimán a las demás almas que le crucen por el frente. Ellas se lo agradecerían, aunque Santiago y la Calle San Luis le echarán de menos. Paz a sus restos.

jueves, 14 de abril de 2011

La Rapunzel del Siglo XXI


                                                                             Crédito de imagen: Fuente Externa.

Encerrada en su castillo, en el tercer piso de un edificio en cuya planta baja funcionaba un taller de reparación de motocicletas, vivía Rapunzel. Digo vivía, porque obviamente ya hace tiempo no reside ahí. El bosque mágico a su alrededor era una serie de viviendas con techos de zinc cubiertos de basura y neumáticos desinflados, y a ella le gustaba pensar que las amargantes bachatas que se colaban por su ventana eran el nuevo paso en la evolución del silbido de los pajaritos que, por cierto, tenían tiempo que ya no se asomaban en su ventana cuando vieron que no se les seguía echando comida. El pequeño camaleón que la protegía y era su compañía en la soledad de su habitación, un peluche verde de nombre Bryan, tampoco existía ya. Terminó sus días en una oscura bolsa de basura por un absurdo descuido de la servidumbre del castillo. Su reemplazo eran ahora los peluchescos hermanos de Rapunzel: la chica que ponía al espejo a preguntarle quién era la más bonita –a pesar de saberse la respuesta- y el bandido rapero que soñaba con portadas de revistas.

El pelo ya no era el arma secreta de Rapunzel. Se lo había cortado a raíz de su separación del chico a quien ella quería con locura, y en una feroz discusión con su mamá lo había echado por el inodoro, ocasionándole de paso serios problemas de tapado. Era por eso, junto con otros asuntos que ahora no vienen al caso, que su madre mentalmente le retrasó la edad, comenzó a tratarla como una niña de nuevo, y le prohibió salir del castillo. Afuera reinaba el peligro y el caos, le decía, y Rapunzel hasta le creía cuando entre curiosidad y nostalgia veía por su ventana la calle en un festival de carros públicos y pasolas, rebosados de personas sudorosas, al borde del colapso.

Sin embargo, un buen día comenzó a frecuentar los alrededores el príncipe. No el mismo príncipe con el que Rapunzel acabaría y terminaría feliz más adelante, pero esa es otra historia. Este príncipe, en su valiente caballo la jeepeta, se paraba bajo su ventana desde la acera tres pisos más abajo, y trataba de ver por los cristales un pixel de la escurridiza princesa. Las palomas mensajeras de los, en ese tiempo, Sony Ericsson azules hacían el resto de la comunicación. Rapunzel no veía la hora de salir. No quería escabullirse por la puerta en la noche gracias al ruido crujiente que ésta producía al abrirse y ya no tenía su largo cabello que la asistía en situaciones de urgencia. Es por eso que, con predeterminación, planeó su momentáneo escape.

Esperó la noche. El cielo se oscureció y las bachatas se apagaron. Uno a uno los habitantes del castillo se retiraron a sus habitaciones. Afuera, el príncipe esperaba en la esquina, con su caballo en silencio y el aire acondicionado para entrar en ambiente. Rapunzel secuestró tres sábanas del cubo de ropa sucia y las amarró lo mejor que pudo. Y entonces, como en sus mejores tiempos, además de una pasmosa necesidad, se deslizó por la ventana y bajó sigilosa por las paredes, para perderse en la noche del bosque con su príncipe jeepetesco. Regresó antes de salir el sol, nadie se enteró, y el asunto quedó en el olvido, como una anécdota que se recuerda con una sonrisa. Por el destino pronto asomaba otro príncipe, más gallardo, con aventuras más interesantes y duraderas. Pero esa, como dije antes, es ya otra historia.

martes, 12 de abril de 2011

Distancias

La primera vez que vi que ella pasó, caminaba a 15 metros de distancia. Llevaba el paso rápido, el pelo suelto bailando sobre su espalda, y muchos papeles desordenados en la mano.
La segunda vez la vi con un andar más calmado. Su pelo seguía suelto. Sus manos todavía ocupadas. Su paso ahora era extrañamente rítmico, como si cantara una canción en su cabeza.
La tercera vez levanté mi cabeza tarde, sólo pude ver el reflejo de cuando su cuerpo giró en una esquina, a 10 metros de donde yo estaba.Pero sus zapatos negros de tacos anchos son difíciles de confundir.
Al día siguiente no hubo ocasión. No asistió.
La cuarta vez volvió a su paso rápido, pero hizo una parada a escasos 7 metros míos. Esta vez tiene el pelo recogido, con una cola alta que le cae sobre el cuello como una cortina. Iba acompañada, aunque no le prestaba mucha atención a la persona que se encontraba con ella. Su mirada divagante se cruza con la mía fija, yo inclino la cabeza a manera de saludo. Se le ve sonreír.
La quinta vez me pasó justo por el lado. Sé que es ella por su voz, y por la forma en que uno de sus tacos suena más que el otro cuando camina. No volteo, sino que medido, espero que siga andando hasta que entre a mi campo de visión. La veo seguir hasta que un entrometido se mete distraído en el medio.
La sexta vez ella es la que está sentada y soy yo el que camina. Hoy dejó su saco de vestir en casa, y con una mano apoya cansada su cabeza. Está estresada, seguro. Pero se ve más bella ahora que los 3 metros de espacio entre los dos permite una mejor vista. Al verme pasar levanta la mirada. La sonrisa en esta ocasión es mía.
La séptima vez tengo gente delante. Molesta, enojona, altamente fastidiosa. No puedo esperar para que se retiren. Cuando por fin lo hacen, ella es quien está detrás, a un brazo de distancia de mi sitio. Cambió la cola azul para acomodarse discretamente el cabello detrás de las orejas. El saco volvió a cubrirla, y sus bolsillos delanteros guardan sus manos por completo. Tiene un brillo casi místico en los ojos, pero eso ella lo tiene siempre. En señal de saludo, sonríe. “Hola” dice “¿cómo estás?”. Este seguro será un buen día.

viernes, 8 de abril de 2011

Sobre el futuro


Crédito de imagen: Fuente Externa.

¿Qué quieres en la vida?” le preguntó mi amiga al tipo con el que salía, hace ya un tiempo. “Quiero tener mi trabajo tranquilo y ver a mis hijos jugando cuando yo llegue a mi casa”. “¿Algún trabajo específico?” volvió a preguntar ella. “Mi trabajo. Lo que sea que esté haciendo”, respondió él. “Que lindo…” fue la conclusión de mi amiga al comentarme el hecho, ya algunas semanas después (favor de incluir sonidos de pajaritos usted que lee esto). En mis días oscuros no puedo evitar sentir un profundo dejo de aburrimiento ante esa visión de la vida, aunque satisfactoria y emotiva, también simplista. Lo primero que me viene a la mente es un gran “¿…y ya?” ¿Tiramos currículums al aire para irnos con el que nos llame y mejor propuesta nos haga? ¿Dónde está el deseo de una misión en la vida, de un legado que continúe aún nosotros nos hayamos ido? El gigantesco y elusivo “Eso” que dicen todos nosotros a nuestra manera estamos llamados a hacer. Y no precisamente el “camino de la vida” de tantos: terminar los estudios, casarse, tener hijos y sentarse después a esperar la muerte en la tranquilidad melosa de una mecedora hogareña, sino esa obra que le queda al mundo y hace que se nos recuerde, que nos motiva a levantarnos diario porque siempre está incompleta y cada día hay una página nueva con cosas emocionantes que escribirle. Que a 100 ó 200 años de ahora, si es que la humanidad todavía no ha terminado de matarse entera, un grupo de gente vea un producto (lo que sea, las posibilidades son inmensas) y con la boca abierta, ya sea de admiración o porque piensen que es una porquería, todos digan: “Eso lo hizo Fulano”. Eso sí sería querer algo en la vida. ¿O no?

jueves, 7 de abril de 2011

El mito de la educación


Crédito de imagen: Fuente Externa.

Recuerdo de cuando mi abuela me hablaba de los tiempos en que ella iba a la escuela. De cómo caminaban a veces hasta kilómetros para llegar a una estructura en madera con pocos salones. No recuerdo el número porque nunca me lo dijo, pero imagino no debían de haber muchos estudiantes tampoco. Recuerdo de cómo contaba que eran sus libros de texto, las clases que tomaba, y hasta de las canciones que cantaban en los recreos (las cuales algunos ahora se las encuentran medio ridículas). No tenían aire acondicionado, el currículum no era bilingue, no había computadoras, la palabra internet ni existía aún, y el horario era más reducido. Sin embargo esa generación salió de ese paso con toda una serie de conocimientos, y valores (tanto morales como patrios), que hoy día se escuchan como un recuerdo bien lejano.

Para no hablar de lejanía, les echo al ojo a los tipos que estudiaron conmigo, los niños ochenteros. Tampoco teníamos aire acondicionado, a mediodía ya estábamos en casa para comer caliente y ver al Chavo, igual teníamos que entregar los trabajos escritos a mano, y la Red era un lujo reciente que se empezó a introducir en las casas de algunos afortunados bien contados a mediados de la secundaria, cuando los años noventa iban ya en su curva final. Hell, mi primera computadora fue para cuando estaba ya terminando Tercero de Bachillerato. Sin decir que el internet no llegó a mi casa hasta mucho (mucho) después. Y también, aunque ya para ese tiempo la cesta de manzanas medio se empezó a podrir, se puede tomar a la mayoría de los que estudiamos en esa época y éramos aceptables en ortografía, sabíamos redactar bien, multiplicábamos sin calculadora, y si nos preguntaban en la calle quién era Luperón no pasábamos vergüenza.

Ahora me temo las cosas son diferentes. Los estudiantes tienen a su disposición herramientas con las que nosotros en nuestro tiempo nunca soñamos, no decir nuestros papás. El horario de clases casi se ha duplicado. Estudian varios idiomas, en la misma escuela. Las computadoras les han hecho sus vidas más fáciles. El programa académico está hecho para sacar de las aulas ejércitos de pequeños Dexters, genios en potencia listos para poner este país a valer.

Pero cada año veo que el asunto se pone más y más depresivo. Chicos recién graduados de secundaria con faltas ortográficas horripilantes, sin poder escribir una línea coherente aunque su vida dependiera de ello, pésimos en matemática e ignorantes al extremo de puntos importantes en nuestra historia, por decir sólo la nuestra. Típico de dominicanos, ahora queremos echarle la culpa a toda una serie de factores externos con tal de no reconocer nuestra propia falta de responsabilidad en el proceso. ¿Enserio que con asignar el 4% ya mágicamente se curará la epidemia burrística que en estos tiempos nos azota? ¿Tener butacas bonitas y paredes de concreto pintadas hace que un grupo de niños recuerden mejor quiénes son Duarte, Sánchez y Mella? ¿Puede todo el aparataje mediático de sombrillas y t-shirts y conciertos amarillos enfatizar lo suficiente la palabra mágica de todo este asunto, que es el CONTENIDO? Todo lo anterior influye, claro que sí. Es importantísimo. Sin mucho presupuesto no es mucho lo que se hace y eso se entiende. Pero la calidad y la permanencia de un contenido es una cuestión mucho más profunda que un 4% o que si hay o no escuelas y butacas, o si las mismas son estéticamente agradables. No nos dejemos confundir. Algo hacían bien generaciones pasadas que ahora las actuales no lo están haciendo, y se nota en los resultados. Por favor ya es tiempo de más chocolate y menos espuma. Es cuestión de todos.

miércoles, 6 de abril de 2011

Ella y El: versión cuarto de hotel a 12,000 kilómetros de distancia.


Crédito de imagen: Fuente Externa. 

El pesaba 180 libras. Al menos 40 de ellas eran exceso de equipaje emocional. Ella, mucho más delgada y risueña, no lo conocía más que apenas unas semanas, pero ya compartían una misma sábana estrujada algunos días por la mañana en un cuarto del hotel en el que ambos estaban.

El parecía el protagonista del Cuervo de Poe. Lo único oscuro que Ella traía consigo era su negra mochila. Dentro llevaba un cuaderno de igual color, en el que escribía con una caligrafía casi musical en un lenguaje ininteligible para El.

El la consideraba curiosa. Ella, singular; pero ambos no desentrañaban el misterio del lazo que hace que dos almas se reconozcan aún a miles de kilómetros de distancia de casa, en un hotel huraño del centro de una ciudad bulliciosa. Dentro de aquel desorden urbano, Ella lo tenía a El, El a Ella y un cable de pensamientos antiguos y oxidados que todavía no aprendía del todo a desconectar.

Esa mañana – jueves - de temperatura fría a pesar de hacer sol, El tocó la puerta de Ella, como era usual. Pocos minutos después, el nudo contorsionista de sus cuerpos era puesto en marcha sobre las mismas sábanas estrujadas que les servían de abrigo. Ella encima de El, y éste último dibujando con sus manos figuras imaginarias sobre la suave espalda tambaleante que lo aprisionaba. Su proximidad era tan cerrada, que ninguno sabía el aire de quién estaban respirando. Los débiles susurros que escapaban de una boca eran inmediatamente a su salida recogidos por otra que esperaba expectante. En los pocos momentos en los que abría los ojos, El veía el mundo a través de un filtro amarillo que se movía: los espesos cabellos de Ella que caían abundantes y juguetones sobre su rostro.

En cámara lenta, en movimiento cirquense, Ella cambió felinamente de posición. Deslizó sus manos huesudas en camino hacia el sur geográfico de su presa, sobrevolando vellos despistados que se erizaban en su lento andar. Con los ojos entreabiertos, El pudo ver las rosadas uñas de Ella mientras rodeaba con sus manos su descubierta y vulnerable hombría. Con ansiosa emoción El sintió el cambio de textura a una más húmeda y flexible. Ella usaba su mismo instrumento de habla en un lenguaje que ahora era diferente. El tiró la cabeza hacia atrás, hundiendo el cráneo en la almohada, que se le resbalaba sin darse cuenta. Los cabellos amarillos se le hicieron más lejos, hasta desaparecer de su vista. Ahora veía el techo, desenfocado. La diminuta filtración a la izquierda se hizo cada vez más insignificante. Extendiendo sus manos hacia abajo tocaba los hombros de Ella, y los apretaba en un intento de clavarle las uñas. Se imaginaba sacándoles sangre, para posteriormente lamerlas gustoso en un intento de consolación. Sentía su cuerpo en movimiento, sus garras no podían controlarla. Ella bombeaba con un delirio contagioso y velozmente rítmico. El por su parte iba siendo cada vez más ajeno a su entorno. Su respiración se agitó. Su espalda se encorvaba. Con los ojos cerrados veía luces de colores, y las mismas parecían bailar una música que se escuchaba entrecortada perdida en la distancia, para ir subiendo peligrosamente de volumen a nivel de un chirrido. Este a su vez se convirtió en una explosión.

De repente en su mente reinó un silencio como nunca había experimentado. Desnudo y emancipado, El no sintió más las sábanas que se agolpaban bajo su peso ni el crujir del lecho. Se sintió flotar con la boca derretida mientras Ella saboreaba el maná extraído de las profundidades de un cuerpo a su placentera disposición. Sumiso, El se dejó caer, pudiendo jurar que el aire era más caliente y pesado que su carne recientemente exorcisada. En visión monocromática y a rayones, como película muda de los años 20, la vio a Ella, sonriente y brillante, y El tampoco, en su lenta vuelta del éxtasis, pudo evitar una sonrisa. Más que una satisfecha, era la sonrisa de un hombre que se abrió como las páginas de un cuaderno y cuyos malos dibujos le borraron para plasmarle obras maestras. La sonrisa de un hombre que a una suave manipulación femenina expulsó el peso innecesario de basura muerta que se agolpaba en su interior carcomido. Era la sonrisa de un hombre por fin libre.

martes, 5 de abril de 2011

Honestidad ante todo

Todos los días lo veo a través del cristal. Pequeño y despierto, no debe llegar a los diez años, como mucho. Aprendiz de buhonero, para seguir los pasos de su papá, a quien ayuda todas las mañanas en la esquina donde tiene su negocio, detrás del vidrio de media pulgada que está a mis espaldas. Ambos tenemos la retaguardia pegada al vidrio, y a nuestra manera, ambos vamos viendo hacia direcciones opuestas. Yo hacia el interior de la oficina de aire acondicionado y lleno de gente callada y cabizbaja, y él hacia la calle, caliente y vibrante, aunque por días los transeúntes pasen igual de cabizbajos. El calor, seguramente.

El negocio es variado: billeteras de plástico, radios de pilas, ganchos para el pelo, barajas eróticas (por suerte, de mujeres; no soportara tener que ver fotos de tipos desnudos paquete en mano todos los días a mis espaldas), relojes de silicon de estos que están (inexplicablemente) de moda, y relojes de verdad. Baratones, pero verdaderos. Los hay chapados en plata, y de los dorados que tanto les gustan a los extranjeros. Desde hace días voy viendo el escaparate de relojes al revés desde mi lado del vidrio. Ayer no resistí la tentación de salir. El niño me salió al encuentro, su papá quedó sentado. Su expresión calurosa le delataba las intenciones de no hacer el menor esfuerzo físico.

Dime…” , le pongo conversación llevándole el diminuto vaso plástico de café, como todas las mañanas, y señalando uno de los relojes, “¿en cuánto está ese?”. “¿Cuál?” “Ese”, repitiendo el gesto. Sonríe. “Ahh…cuatroscientos…Tú sabe, para venderlo en trescientos…Pero no te apures, son buenos”. Por el tono en que lo dice, creo que ni él mismo se convence de la calidad de sus productos. Hago la misma pregunta para par de relojes más que veo me llaman la atención. El papá huele la posibilidad de venta y lentamente comienza a cambiar de posición en la lata de aceite que usa como asiento. Termino de preguntar, la conversación llega a punto muerto. No me interesa ninguno más. De cualquier forma, en este momento no tengo dinero. Me despido para volver a entrar (el deber llama). “Ey, oye…” la voz del niño me hace detener “…si va a comprar, hazlo pronto. Ahorita les da el sol y se les va el color”.

Hasta increíble me pareció la forma en que con rapidez pasmosa se estiró el brazo del papá para alcanzar con un cocotazo la cabeza del niño. “¡Mire carajo!” y baja la voz a un tono más diplomático para dirigirse a mi “Oiga, no le haga caso. Son Buenos”. Por el tono y los subsiguientes gestos de nosotros los involucrados, creo ahora somos tres los que no estamos convencidos.