martes, 5 de abril de 2011

Honestidad ante todo

Todos los días lo veo a través del cristal. Pequeño y despierto, no debe llegar a los diez años, como mucho. Aprendiz de buhonero, para seguir los pasos de su papá, a quien ayuda todas las mañanas en la esquina donde tiene su negocio, detrás del vidrio de media pulgada que está a mis espaldas. Ambos tenemos la retaguardia pegada al vidrio, y a nuestra manera, ambos vamos viendo hacia direcciones opuestas. Yo hacia el interior de la oficina de aire acondicionado y lleno de gente callada y cabizbaja, y él hacia la calle, caliente y vibrante, aunque por días los transeúntes pasen igual de cabizbajos. El calor, seguramente.

El negocio es variado: billeteras de plástico, radios de pilas, ganchos para el pelo, barajas eróticas (por suerte, de mujeres; no soportara tener que ver fotos de tipos desnudos paquete en mano todos los días a mis espaldas), relojes de silicon de estos que están (inexplicablemente) de moda, y relojes de verdad. Baratones, pero verdaderos. Los hay chapados en plata, y de los dorados que tanto les gustan a los extranjeros. Desde hace días voy viendo el escaparate de relojes al revés desde mi lado del vidrio. Ayer no resistí la tentación de salir. El niño me salió al encuentro, su papá quedó sentado. Su expresión calurosa le delataba las intenciones de no hacer el menor esfuerzo físico.

Dime…” , le pongo conversación llevándole el diminuto vaso plástico de café, como todas las mañanas, y señalando uno de los relojes, “¿en cuánto está ese?”. “¿Cuál?” “Ese”, repitiendo el gesto. Sonríe. “Ahh…cuatroscientos…Tú sabe, para venderlo en trescientos…Pero no te apures, son buenos”. Por el tono en que lo dice, creo que ni él mismo se convence de la calidad de sus productos. Hago la misma pregunta para par de relojes más que veo me llaman la atención. El papá huele la posibilidad de venta y lentamente comienza a cambiar de posición en la lata de aceite que usa como asiento. Termino de preguntar, la conversación llega a punto muerto. No me interesa ninguno más. De cualquier forma, en este momento no tengo dinero. Me despido para volver a entrar (el deber llama). “Ey, oye…” la voz del niño me hace detener “…si va a comprar, hazlo pronto. Ahorita les da el sol y se les va el color”.

Hasta increíble me pareció la forma en que con rapidez pasmosa se estiró el brazo del papá para alcanzar con un cocotazo la cabeza del niño. “¡Mire carajo!” y baja la voz a un tono más diplomático para dirigirse a mi “Oiga, no le haga caso. Son Buenos”. Por el tono y los subsiguientes gestos de nosotros los involucrados, creo ahora somos tres los que no estamos convencidos.

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