Sugerida dentro de la vieja y maloliente estructura, la entrada al
rincón no es lo que se llamaría obvia. Se ve que hay algo ahí detrás, y
se siente una apertura que seguro en mejores y viejos momentos fue una
puerta, pero que ahora es un montón de madera astillada que parece una
rota continuación del muro que la precede, de por sí no muy estable.
Dentro, el rincón presume de todo un ventanal que mira hacia el amplio
campo que está afuera. Aunque el mar está bien cerca, se oye incluso,
lamentablemente las ventanas del rincón no ofrecen esa vista cinco
estrellas. Hay malezas, espinas, chatarras y chivos desconcertados que
pasan en carreras recitando su diálogo monosilábico, siempre gracioso de
escuchar. Pareciera que el rincón y la estructura que lo alberga se
quedaron rezagados frente a mejores edificaciones que rondan la zona
(mejores en ubicación al menos). El rincón no es caliente, en diferencia
al penoso resto del sitio. Es como su propio universo aparte metido
dentro de otro que aunque lo cobija, no parece prestarle mucha atención.
Se siente como si hasta le diera gusto al rincón tener pies y ojos
humanos ahí, apreciando sus humildes pero gastadas virtudes. Sin
embargo, hay un elemento que casi echa el disfrute a perder. Hay avispas
en los viejos marcos de las puertas. Una rápida mirada demuestra que
también las hay en algunos de los huecos de las ventanas. Son grandes, y
aletean nerviosas. No las había visto ahí. Me dejan dicho que son las
guardianas de este espacio al que el tiempo y el olvido dejó atrás. Como
a ellas eso no les incumbe, consideran ese su lugar, están felices de
estar ahí, pero su felicidad se transforma con mi presencia, y no
precisamente digamos que para mejor. Se acercan. Salen más (¿dónde
diablos es que se esconden?) Yo capto el mensaje. Rincón, fue un placer.
Ahora me retiro.
Epílogo: Sonido de pasos corriendo. A mucha velocidad.
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