jueves, 14 de abril de 2011

La Rapunzel del Siglo XXI


                                                                             Crédito de imagen: Fuente Externa.

Encerrada en su castillo, en el tercer piso de un edificio en cuya planta baja funcionaba un taller de reparación de motocicletas, vivía Rapunzel. Digo vivía, porque obviamente ya hace tiempo no reside ahí. El bosque mágico a su alrededor era una serie de viviendas con techos de zinc cubiertos de basura y neumáticos desinflados, y a ella le gustaba pensar que las amargantes bachatas que se colaban por su ventana eran el nuevo paso en la evolución del silbido de los pajaritos que, por cierto, tenían tiempo que ya no se asomaban en su ventana cuando vieron que no se les seguía echando comida. El pequeño camaleón que la protegía y era su compañía en la soledad de su habitación, un peluche verde de nombre Bryan, tampoco existía ya. Terminó sus días en una oscura bolsa de basura por un absurdo descuido de la servidumbre del castillo. Su reemplazo eran ahora los peluchescos hermanos de Rapunzel: la chica que ponía al espejo a preguntarle quién era la más bonita –a pesar de saberse la respuesta- y el bandido rapero que soñaba con portadas de revistas.

El pelo ya no era el arma secreta de Rapunzel. Se lo había cortado a raíz de su separación del chico a quien ella quería con locura, y en una feroz discusión con su mamá lo había echado por el inodoro, ocasionándole de paso serios problemas de tapado. Era por eso, junto con otros asuntos que ahora no vienen al caso, que su madre mentalmente le retrasó la edad, comenzó a tratarla como una niña de nuevo, y le prohibió salir del castillo. Afuera reinaba el peligro y el caos, le decía, y Rapunzel hasta le creía cuando entre curiosidad y nostalgia veía por su ventana la calle en un festival de carros públicos y pasolas, rebosados de personas sudorosas, al borde del colapso.

Sin embargo, un buen día comenzó a frecuentar los alrededores el príncipe. No el mismo príncipe con el que Rapunzel acabaría y terminaría feliz más adelante, pero esa es otra historia. Este príncipe, en su valiente caballo la jeepeta, se paraba bajo su ventana desde la acera tres pisos más abajo, y trataba de ver por los cristales un pixel de la escurridiza princesa. Las palomas mensajeras de los, en ese tiempo, Sony Ericsson azules hacían el resto de la comunicación. Rapunzel no veía la hora de salir. No quería escabullirse por la puerta en la noche gracias al ruido crujiente que ésta producía al abrirse y ya no tenía su largo cabello que la asistía en situaciones de urgencia. Es por eso que, con predeterminación, planeó su momentáneo escape.

Esperó la noche. El cielo se oscureció y las bachatas se apagaron. Uno a uno los habitantes del castillo se retiraron a sus habitaciones. Afuera, el príncipe esperaba en la esquina, con su caballo en silencio y el aire acondicionado para entrar en ambiente. Rapunzel secuestró tres sábanas del cubo de ropa sucia y las amarró lo mejor que pudo. Y entonces, como en sus mejores tiempos, además de una pasmosa necesidad, se deslizó por la ventana y bajó sigilosa por las paredes, para perderse en la noche del bosque con su príncipe jeepetesco. Regresó antes de salir el sol, nadie se enteró, y el asunto quedó en el olvido, como una anécdota que se recuerda con una sonrisa. Por el destino pronto asomaba otro príncipe, más gallardo, con aventuras más interesantes y duraderas. Pero esa, como dije antes, es ya otra historia.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

jajajajjajjjajajajaaajaja

Susanaah! dijo...

Mee encantoo la historiaa! LA verdad mee senti completementee identificadaa con esta Rapunzel del sigloo XXI, porqe yo soy una Rapunzel, pero en mi propio tiempoo & espacioo!

Karim López dijo...

Gracias!!