lunes, 18 de abril de 2011

Reglas son reglas

Playa de Costambar, Puerto Plata. Diez de la mañana.

El guardia de seguridad en la entrada hizo detener el vehículo en el que íbamos. Tenía la misma carra de intimidante aburrimiento que tienen todos los guardias tras coger mucho sol, tratando de disimularla detrás de unos gigantescos pero gastados lentes de aviador. “Las reglas son éstas”, dijo, “cero música, radios, cd’s, neveritas, comida, basura, instrumentos musicales, ni vendedores ambulantes”. Todos adentro temblamos. En el baúl iba armado un contrabando clandestino de comida. “Así que ya ustedes saben”, terminó de sentenciar, y nosotros seguimos nuestro camino hacia la playa, con más miedo de vergüenza. Al llegar, nos colocamos casi en el extremo de la costa. No había gente cerca, el cielo estaba despejado, el agua clara y tranquila, y para terminar de adornar, soplaba una agradable brisa. Era perfecto.

Doce del mediodía.

El remanso de tranquilidad se convirtió en la extensión marítima del barrio más arrabalizado. Muchísima gente, carros estacionados a pocos metros de distancia, sillas plegables con sombrillas por doquier, inmensas neveras repletas de todos los comestibles imaginables, olores y desperdicios incluidos, y cada dos minutos, los vendedores con poncheras a la cabeza, por lo general haitianos, pasando a ofrecer sus productos. Algunos son más insistentes que otros. Y encima, como si el domingo que tan bien había comenzado necesitara convertirse en un día de competencia, dos familias distintas decidieron probar cuál de sus bocinas sonaba más duro que la otra. Cuando el radio de la primera familia en la arena se extendía del nivel de decibeles (y mala música) que mis oídos estaban pacientemente dispuestos a soportar, el señor del Toyota estacionado en reversa unos pasos más atrás, para él abrir la tapa del baúl y colocar afuera sus gigantescas plantas de bajo, decidía que era el momento de que las suyas conservaran la supremacía, llevando sus reguetones desafinados a niveles estratosféricos. Por momentos, el radio de la arena cedía y apagaba, humillado. En otros, claramente quería echar la batalla. En ese caso cambiaba la canción, y arremetía furiosamente con más volumen. En mi molesta resignación, me viene la mente toda la lista de reglas que el aburrido seguridad nos dijo a la entrada, con la seria solemnidad del que sabe se van a cumplir, "quieran o no". Creo que todos (o él, a lo mejor) nos confundimos de playa entonces. ¿Quién ahora podrá defendernos? ¿El 4%, el Chapulín? Perdón. Reformulo mi pregunta: ¿Quién ahora podrá defendernos de nosotros mismos?

1 comentario:

Sarah dijo...

Nosotros somos nuestros mayores enemigos. Esto me recuerda a dos dichos que utilizo yo mucho, pero que seguro ya no le enseñan a nadie:

1. "El respeto al derecho ajeno es la paz."
2. "El derecho propio acaba donde empieza el derecho ajeno."

A ver quién podrá defendernos!